miércoles, 1 de marzo de 2017

movimientos

Qué difícil es intentar comenzar a desarmar una casa grande, llena de recuerdos. Pero también es como una llamita que se enciende y te recuerda algunas de las personas que fuiste. Terminaban los años 90, recién había muerto mi abuela Tata, un sostén fundamental en mi vida y en la vida de mis hermanos y de mi mamá. Había terminado el colegio en el 96, estudiaba derecho en la UCA, trabajaba en tribunales y me sentía muy perdida, como tantas otras veces me sentí, me siento y me sentiré. Recuerdo que salía de las clases en Puerto Madero y caminaba hasta la plaza de San Telmo, donde me quedaba horas pensando qué quería hacer de mi vida realmente. Una pregunta tan grande y con respuestas dinámicas, pero que en ese momento pensaba como algo pétreo y único, "para toda la vida". Sabía y sentía que me gustaba mucho leer y escribir, que me gustaba compartir con otros, que me sentía bien ayudando a los demás, que tenía algo que podía llamar "fe" en alguien superior a mi existencia.
En la foto estoy en el chaco santafesino o chaco austral, como le dicen. Había viajado junto a un grupo de voluntarios que se reunían en la parroquia Nuestra Señora de Lourdes, de Belgrano, muy vinculada a la vida de mi abuela Tata, de mi abuelo Toni y de toda mi familia: ahí se casó mi hermano mayor, bautizaron a mis hermanos menores, bautizaron a mi sobrino Lorenzo, etc.
Había mucho por hacer: arreglar casas, pintar la escuela, hacer bancos y sillas, ayudar a los maestros rurales que seguían recibiendo a los chicos durante el verano con la alfabetización y la comida, darles el desayuno y la merienda a los chicos, caminar hasta los algodonales para invitar a los niños (sí, porque estaba colmado de trabajo infantil) que trabajaban ahí y llevarles agua e invitarlos un rato a compartir una lectura debajo de un árbol, más frescos, más niños.
Recuerdo con mucha claridad una mañana en la que la temperatura real, no la sensación térmica, era de 50 grados, y con Javier Klajner, que ahora pertenece al movimiento de curas villeros, caminamos hasta un algodonal y vimos a dos chicas de no más de 12 años sacando algodón con sus manos quemadas por el sol y curtidas, lastimadas, vestidas de invierno, porque pasaban todo el día, hasta la tarde haciendo ese trabajo sin parar y el sol, ese sol tremendo lastima la piel. Las fichas me iban cayendo de a montones.
No sé si serví mucho en esa experiencia a la que claramente iba a hacer servicio, el clima era muy duro y volví hecha un palo por las caminatas y los vómitos; mi cuerpo no aguantaba el calor. Pero para mí fue fundante. Ellos me ayudaron a mí. Servirles el desayuno cada mañana, la merienda, buscarlos en los algodonales, cantarles alguna canción con la guitarra, leerles cuentos y jugar a inventar otros, ayudar a alfabetizar fueron experiencias claves para encontrar dentro de mí una luz en la búsqueda de mi vocación.
En la foto estoy con un nene que se me había pegado como un abrojo durante los 20 días que duró la experiencia. El último día me pidió si podíamos sacarnos una foto los dos juntos y después mandarle una copia. Por supuesto que lo hice. La otra copia me la quedé yo.

PD. La sombra del fotógrafo es nada menos que el padre Alois, el capitán de tamaña aventura.




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